Este post
fue elaborado por nuestro bloguero invitado Asier Garrido Muñoz,
Letrado de la Corte Internacional de Justicia.
El
extenso e intenso debate sobre la jurisprudencia de la Corte Interamericana en
materia de leyes de amnistía adquirió, después de la sentencia Gelmán c. Uruguay, un cariz específico
al condenarse al Estado demandado por una ley de caducidad apoyada mediante
refrendo popular. Son muchos los ríos de tinta que han corrido en relación con
la autoridad de un Tribunal Internacional para cuestionar una norma que, si
bien impide la persecución y sanción de crímenes tan graves como los habidos durante
la dictadura uruguaya, ha recibido el respaldo de la voluntad de un pueblo que
se ha expresado de manera democrática. Por ejemplo, este fue uno de los grandes
puntos de debate durante unas recientes jornadas celebradas los días 2, 3 y 4
de febrero en el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales de Madrid, en
conmemoración del 35 aniversario de la Corte (por cierto, enormemente
interesantes y magníficamente organizadas).
Ahora bien,
dentro del contexto concreto de este debate sobre la autoridad de la Corte para
adoptar decisiones semejantes, hay un detalle que a mi conocimiento ha recibido
una atención menor, quizás debido a su apariencia aparentemente
técnico-jurídica, pero que revista una importancia primordial para la correcta
calibración de sus implicaciones democráticas. Me refiero en concreto al hecho
de que la jurisprudencia de la Corte declara sistemáticamente nulas las leyes de amnistía en cuanto
que “carecen de efectos jurídicos”. Se trata, otra vez a mi conocimiento, de
una conclusión inédita en la jurisprudencia de cualquier tribunal internacional
(al menos si dejamos al margen de la jurisprudencia Simmenthal del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, posteriormente
abandonada en el asunto IN.CO.GE) que asume una relación
claramente jerarquizada y radicalmente monista entre el sistema interamericano
y los ordenamientos de los Estados del sistema, y que no se corresponde con la
actitud mucho más dialogante y pluralista de la Corte en otros ámbitos de su
competencia.
Sobra
explicar aquí la teoría kelseniana sobre la grundnorm
como fuente de validez de las normas del sistema. Válganos sugerir que la audaz
jurisprudencia de la Corte en la materia parece optar por esta vía “clásica” de
concepción de relaciones entre ordenamientos internos y el ordenamiento
internacional. Pero lo que realmente me interesa resaltar en este post es que,
al declarar que la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado
(15.848) carece de efectos jurídicos (par. 232), la controvertida sentencia Gelmán pretende privar al ordenamiento
jurídico uruguayo de la posibilidad de determinar las condiciones en las que se
relaciona con el sistema interamericano en esta materia. En otras palabras, la
citada decisión asume que, al adherirse al Pacto de San José, Uruguay ha
atribuido a la Corte la competencia (irrevocable hasta que no se retire del
mismo) para determinar cuándo una norma jurídica interna despliega efectos
jurídicos. Y el criterio que se sigue para ello es de la gravedad de la violación originada por una norma que priva al
individuo de derechos esenciales para la protección de la dignidad del
individuo.
Las
implicaciones de esta afirmación se entienden mejor si imaginamos por un
momento que la Corte se hubiera limitado a declarar la ilegalidad de la ley uruguaya a la luz de la Convención Americana. Con
una tal conclusión la Corte, siendo fiel a su jurisprudencia previa, no habría sin
embargo borrado la delgada línea que separa el Derecho internacional del
derecho interno, pues habría permanecido dentro de los márgenes conocidos de los
límites a la competencia de los tribunales internacionales en tanto que órganos
de Derecho internacional (y ello lo afirmamos sin querer adentrarnos en la
discusión sobre la naturaleza internacional o constitucional de la Corte y
otros tribunales análogos).
Desde una
perspectiva pluralista de las relaciones entre ordenamientos -que es la que
suscribe este autor- esta conclusión de la Corte menoscaba la autoridad de su
jurisprudencia en materia de amnistías al atribuirse un nivel de legitimación
del que carece. La autoridad de la Corte no procede únicamente de los fines que
persigue el sistema en el que opera, ni tampoco, en una visión formalista, del
acto inicial de atribución de competencias por parte de los Estados parte. Por
el contrario, una concepción más sustancial de la legitimidad implica la
necesidad de articular unas relaciones dialécticas con otros tribunales nacionales
e internacionales, en un contexto en el que además el control democrático del
nombramiento de los jueces de la Corte es más bien escaso (véase Von Bogdandy y
Venzke, aquí).
Es decir,
que ninguno de los actores judiciales relevantes puede disponer de la última
palabra en dicho proceso pluralista-deliberativo. Al contrario, en cada uno de
los niveles el órgano judicial superior debe disponer de la facultad de proteger
los valores esenciales del sistema democrático al que pertenece, como tantos
tribunales constitucionales nacionales han declarado respecto de la
jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Pues bien, es esta
facultad la que se vio menoscabada muy seriamente por la sentencia Gelmán, que ataca al núcleo duro de la interconexión
entre ordenamientos jurídicos (la norma de recepción) para subordinarlos al
sistema interamericano.
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